viernes, 23 de noviembre de 2012

Aquí tengo el hilo que salva mi día





Un bramido, 
un grito,
 para no olvidarlo.













I

¿Cuántos de todos nosotros, pequeños seres de polvo, queremos, en verdad, esta vida?

Piénsenlo, en serio.

¿Habrá un porcentaje importante o, por el contrario, seremos una minoría?  Y, ¿si somos una "minoría", deberían subrayar nuestros derechos, así como lo hacen con los derechos de los indios, de los negros, de las mujeres y los niños?

Quizás, pensamos que todas las personas dibujan una aceptación de lo vivido en su rostro. O, pensamos que -al menos- lo intentan. Y, pues, nos conformamos con ese juicio.

Un día, rasgamos un poco aquel juicio improvisado; quizás todos aceptan -sí-, pero por necesidad lo hacen. Como en esos días de lluvia y humedad, en los que tenemos que frotar la mano contra el vidrio empañado del colectivo, para poder entender mínimamente en dónde estamos. Pedimos permiso al que está sentado a nuestro frente, sonreímos y quizás nos devuelven la mirada. Rasgamos la película de agua condensada e intentamos alejar del vidrio nuestro punto de vista,

"No se ve nada", nos mencionan.
"No, no se ve nada", respondemos.
Nos sonríen, quizás nos sonríen. Y bajan la mirada.

Y, una vez que creemos saber dónde estamos, calculamos en silencio y pensamos en bajarnos del colectivo luego de,
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dos-
tres-
¡cuatro!,
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paradas más.

Y, entonces, el pensar en tocar un timbre para que nos abran una puerta.

Nos acercamos al lugar indicado para el descenso y el único que grita es el timbre, atroz ironía: cuando por dentro todos gritando están en silencio, un timbre es el único que puede hablar.



II

Dentro de la caja de madera en la que guardo los utensilios para coser -hilos, agujas, telas, alfileres- también descansa una gran tijera de metal, que ocupa bastante espacio dentro la caja.

Cuando corto un retazo de tela con la gran tijera, el sonido que ella hace al morderlo se parece al graznido de un gorrión. Se asemeja al canto de un gorrión posado sobre la punta del corte.

Y, el retazo de tela se extiende hacia mi mano. Me envuelve su entramado de hilos. Somos pedacitos, trozos que algo o alguien, una vez, jugó a cortar. Soy un recorte irregular, de un ovillo deshilachado. Soy un gorrión sobre la punta del filo, soy el ave cantándole a los retazos. Soy un gorrión que se despide antes de volar.

Pero, ¡momento! Aquí tengo el hilo que salva mi día.
Tengo aquí al sol que da la luz por sobre la cual, trazo mi aguja.
Me enhebro en la luz del sol, clavo la punta sobre la cara lóbrega de la luna,
y vuelo hacia el otro lado de la tela.

-La vida son los detalles- me dijeron una vez, y lo creí.
La vida de todos aquellos que pensamos conocer, a veces esconden -como un eclipse- sombras impensadas. Detalles impensados. Cifras que niegan la ecuación.

Y, lo he aprendido, ahogado en las sombras.
Y, todo aquello que aprendo, lo grito para no olvidarlo,
¡Cualquier camino, en soledad, pesa el doble!

[Un bramido, un grito, para no olvidarlo.]

Soy un gorrión, sobre la punta de una tijera.
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viernes, 28 de septiembre de 2012

Sobre la vida y la muerte y la vida


Las aguas del goce,
desbordaron los diques
y brotaron de mis ojos
[Basavanna]
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http://youtu.be/ETYQX4qbNas

  
 

I

Hace no mucho, el alcalde de un pequeño pueblo al sur de Italia prohibió a sus habitantes el poder morir. Montado sobre una tarima de madera, el funcionario gritó, una tarde de verano,

¡En este pueblo, de ahora en adelante
prohibido está morir!
No será permitido, de ahora en más,
cruzar el límite de la vida terrena para ir al más allá.
¡Nuestro pueblo necesita trabajar más y morir menos!

Morir, entonces, en aquel pequeño poblado, fue similar a robar o asesinar.
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Morir, era un acto de ilegalidad.
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II

Aquellos fragmentos de existencia, tan nimios, tan pequeños y difusos que nos rompen la mandíbula clavada al cráneo. Pensamos que sólo arde el calor del fuego o la hornalla de la cocina. Pero, el frío también quema la piel, aunque de una manera disímil. Se vuelve necesario comprender aquellas formas diferentes de arder.

Pero, ¿dónde se encuentra la manera, el camino para soportar la idea de la extinción permanente de uno mismo, de la carne y los gusanos, del olvido inevitable?

¿A cuántas personas ya has visto por última vez?

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III

Los niños prematuros, en contadas ocasiones, nacen sin latidos del corazón. Llegan a la existencia sin frecuencia cardíaca ni respiratoria. Por ello, se los deja en observación unas horas en una habitación cálida, para que surja, quizás, una respuesta automática del cuerpo. Una señal de vida, un asomo de la vida que los humanos sabemos identificar.

Se espera con sigilo, en silencio. No se sabe si ha nacido alguien con vida, o si la vida apenas comenzó en un cuerpo que ya no es aquel. Algunos chistan a los que se acercan con murmullos, temerosos de no poder escuchar el susurro de un corazón que ha despertado.

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IV

Algunos han dicho que los hikikomori son muertos en vida. O, también, dicen que son vida muerta, que el sistema [léase, los hombres y mujeres que lo crean día a día] ha destrozado entre sus dientes de navaja.

Los hikikomori son jóvenes japoneses que encierran sus cuerpos en una habitación durante períodos prolongados, generalmente largos años. Los come la tristeza, no conocen la amistad. Duermen y se tumban frente al televisor durante el día. Por la noche, mueren lentamente frente a la pantalla de sus computadoras. Algunos fueron estudiantes exigentes o buenos empleados administrativos, pero hubieron de implosionar por dentro, estallando en esquirlas que se clavaron en su carne más blanda, en la matriz interna.

Algunos dicen que todos somos hikikomori, en potencia.
Es que, ¿no ves la marca de los molares, ahí, por detrás de tu espalda?

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