martes, 17 de mayo de 2011

Turquía terciopelo – [1ª parte]



Los pies, lejanos; la carne fría. Desnudo, postrado en la única silla que había en la pequeña habitación. Sentía el terciopelo, lamiendo su piel. A pesar del uso frecuente y la injuria del tiempo, que habían manchado las rojas fibras del paño, algo de calidez aún restaba en la fina tela del asiento. Descansar, finalmente, dentro de una vulva de terciopelo; eso hubiera sido lo ideal. Pero no existe tal cosa, los absolutos se cuartean, se hienden las promesas y el terciopelo escasea en este rincón de la tierra. La silla mustia, con su terciopelo marchito, era lo más cercano al abrazo que necesitaba. Se conformó, entonces, una vez más, silbando una profunda bocanada. Con los ojos cerrados, con la boca seca.




I

Desde el espejo, su rostro insuflaba una vida cristalina de buen comportamiento, rebosante de buenos modales. Sonrió para mirarse los dientes, los cepilló con abundante dentífrico. Escupió el brebaje de saliva y pasta sobre la blanca pileta del lavabo. Inclinado sobre ella, con las manos trémulas aferradas a los grifos, observó durante unos prolongados -larguísimos- segundos a la espuma verduzca de su esputo, las burbujas de su baba, los restos de la pasta masticada. Se asqueó, necesitaba mancharse. Abrió la ventana y se apoyó sobre su marco: -no me siento bien hoy, prefiero quedarme y descansar- balbuceó por lo bajo a su nuevo celular. Se acercó a la cama y despertó a su mujer con un beso delicado.


II

Desayunaron. Coordinaron los planes para esa noche -compras en el supermercado, invitados a las nueve en punto, globos de colores en el patio-. El marido se comprometió a pasar por el Carrefour luego del trabajo y comprar él mismo lo que hubiera de faltar. Conversaron sobre la política exterior norteamericana, las elecciones internas del radicalismo y la nueva cirugía de la vecina del chalet de la esquina. -Se hizo las tetas, me dijo la mucama; la vio el otro día, cuando limpiaba la vereda-. Él sonrió, sin decir una palabra. 
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Mientras su mujer encendía su laptop portátil, él se puso su nuevo traje. Salpicó su cuerpo con más perfume que de costumbre, casi una ducha de hálito perfumado. Se despidió de la mucama con un “hasta luego, maría” que pronunció desde el jardín. Besó a su mujer, que allí lo esperaba, como siempre, para saludarlo antes de la partida. -No te olvides de comprar los globos, mi amor-, ella le dijo; -no lo haré- le respondió. Cerró la puerta del auto con un golpe seco. Se calzó los anteojos negros que guardaba en la guantera.