lunes, 2 de agosto de 2010

De mujeres, dioses, óvalos y hombres



Todos intentamos cerrar los ovillos. No soportamos demasiado la incertidumbre de ninguna estirpe por demasiado tiempo. Inventamos historias, las memorizamos con ganas, olvidamos luego que fueron masticadas, absorbidas con un esfuerzo obligado.  Entre el gran manojo de hilos sin remendar, los que intentan responder a las relaciones entre los hombres, las mujeres y los dioses – los que han existido, los que han muerto, los que nunca habrán de hacerlo- son mis predilectas.

Cierta vez, hace no mucho, leí unas líneas sobre los Abelam, un pueblo lejano de una cultura distante, creo recordar algo sobre sus historias. La mujer tiene en sus relatos, un papel interesante: ellas, dicen los Abelam, crearon la vegetación. Con sus manos, forjaron las batatas que -luego-  habrían de comer los hombres. Si no fuera por esta gran creación femenina, los hombres nunca hubieran sido más que unos tímidos renacuajos, unos gusarapos sin techo ni establo. Un plan b de la historia universal.

Dice la historia, además, que ya desde antes de este invento horticultor, las mujeres eran hace rato las amantes de los dioses. Se perdían en orgías saduceas, interminables orgasmos sin culpas, sin horas, días ni años, seguramente el tiempo no existía aún. Pero, los tipos somos bichos celosos a veces.

Cuando los hombres descubrieron lo que sucedía, lo bien que se llevaban las minas y los dioses, usaron su cerebro alimentado a batata por primera vez creando su primer artificio, la primera de las astucias masculinas. Aprendieron en primer lugar a tajear los árboles. Luego, a tallar la madera. Cuando hubieron de dominar la técnica, comenzaron a esculpir a los dioses en los troncos. Un día, éstos se convirtieron en figuritas de madera, en monumentos de piedra, en inmensos templos estáticos. Entonces, los hombres sacaron a escobazos de la cama a los dioses y comenzaron a curtirse a sus mujeres. Se sentaron en el trono, usaron sus coronas, las capas de colores, esas cosas.

Pero, la culpa, siempre la culpa. Nada puede olvidarse completamente. Los hombres siempre habremos de nacer de una mujer, por mas esculturitas de madera que podamos realizar. Entonces, la culpa, siempre la culpa. Es recurrente en el arte abelam, casi de manera obsesiva, la figura del óvalo: se pintan en todas las superficies posibles, incluso el cuerpo, de todos los colores que se puedan imaginar. Son muchos los que dicen que el óvalo remite al vientre de la mujer, ese que da origen, ese recuerdo áspero pegoteado en las hormonas masculinas, el crimen original que nos puso al séquito de muchachos con el cetro del mundo en la mano coagulada.