martes, 14 de diciembre de 2010

IV y V - Casandra y Lila




IV

Hace no mucho tiempo, una historia perturbadora escuché. 

Quiero compartirla con ustedes, para que su peso sea un poco más leve sobre mis hombros. Dejen de leer aquí, si lo creen necesario.
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Casandra, hija de reyes, era una mina hermosa. Hubo una vez, entonces, en que el dios griego Apolo vio desde lejos sus cabellos rojos como fuego y, aquella vez, la deseó con el ímpetu alevoso que sólo un dios puede profesar. Un pacto entre los dos, hicieron, entonces: a cambio de una revolcada, un curte anecdótico, Apolo le concedería a Casandra el don de la profecía, el saber lo que se viene cuando cae el sol, la adivinación de divisar lo que está por detrás de la esquina.

Pero, Casandra había ideado una artimaña perversa, antes de bajarse el vestido.

Apolo sudaba, por sus poros celestiales, el néctar más espeso del deseo carnal humano. Casandra se anudó a su cuello con sus manos y cuerpo. Lamió el surco que unía desde su pecho hasta su boca, lo hizo lentamente. Le pidió a Apolo, entonces, que le otorgara el don desde ese mismo momento, porque quería prever -ella dijo- lo que más le gustaría a su dios griego. Apolo accedió, claro, no podía pensar demasiado, envuelto en el éxtasis de la piel blanca de la coloradita.

Cuando hubo de tener el don entre los dedos, Casandra se levantó la falda y desempolvó a sus costados. Le dijo al dios que se las tomara, que no le tocara un pelo más.  Apolo no soportó la traición de la flaca, y aún menos toleró que lo hubiera rechazado estando desnudo, sudando el licor de la carne. Iracundo, se levantó del catre de madera en el que estaba y tomó el cuello de Casandra entre sus manos; presionó con fuerza el pescuezo inocente y blanco de la ninfa y abrió su boca con su dedo índice y medio, obligándola a tener sus fauces accesibles. Apolo acercó entonces su boca y escupió un gargajo de odio, maldijo con su mucosidad divina a Casandra: 

- Seguirás teniendo tu don, ingrata, pero nadie creerá en tus pronósticos jamás – dicen que le dijo.

Desconozco el fin de la historia.



V

Lila bailaba entre la multitud, bailaba. Ella bailaba, flotaba en el aire, bailaba con su vestido blanco. Lila bailó encima de mi pecho, aquella vez.

Después de la danza, tomó con sus manos mi boca y la abrió con delicadeza. Inclinándose, dejando caer su pelo negro contra mi frente, Lila escupió entre mi lengua y dientes, su saliva divina. Bendijo con sus pies en mi pecho, con su secreción hermosa lavó mi garganta. Dibujó con crayón rojo su número en un papel pequeño, cuadriculado.

Lila no cree en los mitos.

-Son boludeces- me dijo, esa vez.