lunes, 17 de mayo de 2010

El otro día, cuando una vez nos abrazamos.



Los ojos se abren. Siempre se abren.

Un pie, dos pies. Las rodillas y los brazos – estoy entero – pensó. Un hedor a humedad, fluidos secándose, comida agrietada, se le colaba por el hocico. Entraba rasgando la mucosa de la fosa nasal, rehén de  una circunscripción nauseabunda, putrefacta, no era un ámbito en el que se reconociera. Sin embargo, a pesar de ese círculo pútrido, cerró los ojos nuevamente, es que el cansancio vence en batallas insospechadas. Los párpados le velaron la visión como un telón que baja su terciopelo frente a un equívoco en el medio de la función.

-No, levantate – se ordenó a sí mismo.

De un salto sacó las piernas del cobijo de la frazada azulada, inmensa, que se extendía con comodidad por toda la cama. Ya sin refugio en la piel, apretó los dedos de los pies contra la losa gélida. El frío se transmitió vertiginosamente a través de su cuerpo. Cuando el congelamiento le llegó a los muslos comenzó a prolongar el ancho de sus pasos, trotó unos segundos que le parecieron eternos, la casa de Mariel era bastante grande. Antes de llegar al baño, la temperatura de su carne había bajado unos cuantos grados.

Meó de parado, sosteniéndose con una mano del botón de la mochila del inodoro y la otra apoyada en un barral blanco que estaba a su costado. El aliento gélido de los azulejos del baño le entumecía el pecho, su lengua comenzaba a escarcharse. Desnudo en un baño tan grande, tan helado.

 – No puede hacer tanto frío en esta casa de mierda

Tiró la cadena antes de que las últimas gotas salieran de su cuerpo, quería escaparse de allí. Pero algo lo contuvo, como un trance macabro, como un rito fétido, la nausea infecta de Mariel finalmente le había contaminado su sangre.  Mantuvo presionado el botón un instante eterno, con los ojos fijos en el líquido amarillo, su líquido amarillo, que se mezclaba a zarpazos con el agua nueva que entraba en la taza del sanitario. Ensuciándose, limpiándose, manchándose.

El caudal acuoso fregaba las márgenes de la taza, las vetas de lo que él había sido, de lo que él hubo y habría de ser. La potencia del caudal empujaba por el sifón a su calor y lo pateaba a la cloaca, lo acomodaba junto a todo eso, bien cerca de lo que no quiere verse jamás.

- Qué hacés ahí – preguntó ella, sonriendo

- Nada, estaba meando - le respondió . – Los ojos se abren. Siempre se abren - pensó, otra vez.