martes, 15 de febrero de 2011

Santería, ¡te invoco!



“La muerte es blanca, decía mi padre. Blanca como la nieve, como los huesos debajo de mi carne negra. Ahora veo venir la muerte frente a mí. Y mi padre tenía razón, es blanca.” -  D. Agrimbau


I

Los navajos fueron un guijarro más de las tantas culturas sometidas a espada y cruz hace unos pocos años. Algunos -los que bancaron, los que se mezclaron como compota con la carne blanca, los que supieron olvidar- aún recuerdan su forma de aprehender eso tan cercano al humano: la muerte. Los navajos no gustan de insinuar palabras en relación a ella, porque -dicen- mencionarla es invocarla.

Nada se dice sobre ella. No se deletrean los nombres de los que se han ido. Quizás se piense en ellos cuando cae la noche y los pensamientos que se escondían como gusanos entre las obligaciones y la rutina surgen como rayos de luz en la oscuridad. Quizás algunas gotas saladas habrán de caer, entonces, sobre el rostro de los valerosos que le invitan a la muerte una taza de leche.



II

Como perros husmeándose el rabo, olfateando la carne detrás de la piel. Mordiendo las gambas suculentas, lamiendo espacios que arden el jugo sabroso. Como perros gigantescos, baboseándonos, en el pequeño febrero.

Nos gusta el ajetreo vulgar. Esa agitación que todos compartimos, el instante iluminado y profano. Una sacudida tensión entre las piernas. La mente descansa en el vientre y abriga mis entrañas, enredadas entre los músculos. En tu vulva, descanso. Y sangro.

Febrero es tan pequeño y Marzo es el mes del viento. Ya te he visto volar.




III

Sabe, ella sabe, que en el fondo de cada una de las palabras que él vuelca en el aire -en el esqueleto matricial de cada una de ellas- hay una piedra espesa. Con el dedo las va juntando a un costado, sin dejar de acariciarlo por detrás de la oreja.
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Sus frases se vuelven densas y -una tras otra- se ahogan pesadas por debajo del agua. Nada de lo que pueda decirse, habrá de escucharse. El mar se ha llenado de rocas y él está atado a todas ellas.