martes, 21 de septiembre de 2010

Tungsteno



Paula. Dice que su nombre es Paula. Le creo. Le creo que así debe llamarse.

Tiene cara de Paula.
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      - ¿Qué es el hilito ese, el que las lámparas tienen dentro?- pregunta, mordiéndose el meñique izquierdo.

- Ni idea, Pau. Creo que era un metal raro, algo así-

Escucha mi respuesta mordiéndose -ahora- la uña del anular, apretando el maxilar un poco contra la mandíbula. La vista perdida. Entonces, se levanta rápido de la cama. Hace dos o tres pasos.  Se sienta en el escritorio, junto a su pc. Mueve el mouse de manera frenética, de un lado hacia el otro. Ella hubiera dado lo que sea para que la computadora reaccionara más rápido, para que el protector de pantalla dejara de protegerla.

En menos de un minuto, entonces, la pantalla vuelve a hacerse visible, iluminando la habitación entera. Tres o cuatro clicks. Escribe algo en el teclado.

-         Tungsteno- dice.

-         ¿Qué?-

-Tungsteno, el filamento que al calentarse produce la luz es de tungsteno.  Yo soy como el tungsteno- me dice. Y sonríe. Algo me ilumina entonces, si. Ahora lo entiendo: los vestidos fueron creados para ser llevados sólo por mujeres que sonríen. Nadie, sino sólo esas minas que saben sonreír deben llevarlos. Sólo ellas.

Le devuelvo la sonrisa. Estoy en su trampa, ya. Puse la gamba, flaca, mordeme:

-         ¿Por qué? –le pregunte.

Respira profundo –deliberadamente-. No me responde, se muerde los labios, quiere cantarme. Pero sabe que tiene ventaja. Calla. Apaga el monitor, el cuarto se hace más oscuro -otra vez-. En la oscuridad que se tuesta lentamente en mis ojos, veo como entre sombras ella deja caer sus telas. Siento que se acerca. Agarra mis hombros entre sus manos y se vuelca sobre mi pecho.

-         Tungsteno, nene- Ilumino. Tardo en quemarme.
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Hace un tiempo, escuché un pájaro volar. Lo despedí sin saberlo, con las manos extendidas, los hombros tímidos. Con los ojos sin abrir. Un filamento con plumitas, un adiós de alambres.

No volveré a verla, a Paula. Así se llamaba -eso decía-. Paula.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Escribir-te





Ya no la miro demasiado. No logro recordar bien cuando empezó a terminar.
 

Dos mazazos a la puerta, alguien quiere entrar -siempre te habrán de buscar cuando no querés ser hallado-.  Otros dos martillazos, realmente algo buscan con ansia. Hace frío. Encima, hace frío.

Me deslizo por el costado de la cama con cuidado, no quiero despertarla. Busco mi campera entre los montones de ropa desperdigados por el suelo, la encuentro por debajo del escritorio - y cómo hubo de llegar allí- al lado de unos libros, junto a unas cajas, en la esquina más alejada. Me cubro la piel con ella, me estaba escarchando sin las sábanas. Se siente bien.

Rastreo los jeans con facilidad -nunca se encuentran demasiado lejos del catre-. Por lo general, son lo último que ha de caer, como la última carta que resta en la mano. La ropa es la negación animal, el desvestirse es la renuncia pasajera en la que la civilidad se muerde los labios por un rato: -juguemos a ser animales, mujer- parece decir, -juguemos-.

Más golpes a la puerta. Otros dos.  Abrigado -humano- me siento en la punta de la cama. -Ya no la miro demasiado- pienso, observando hacia la blanca pared desvencijada. Las persianas cerrar, levantar campamento, escribir: escribir-la. La miro, entonces –hace tanto que no lo hacía- : es hermosa, si. Lo sigue siendo.

Golpes. Más. -Mierda, es verdad, la puerta-. Reboto de la cama, camino hacia ella.

-Pero la sombra, cada vez más larga es – pienso al remojar los pasos, de a uno por vez. Y hace frío, hoy hace frío.  Es que, no ocurre jamás, que no ocurra nada. Entonces, quizás, lo mejor sea plañir un poco y la puerta abrir.

-¿Quién es?- digo. 

- ¿Quién es?- repito.