[Parte I]
Los humanos
eran pequeños simios en dos pies. Cultivaban algunos tubérculos, algunos
arbustos que no hubieran de requerir demasiado trabajo. Hubo, durante estos
tiempos que ya se han olvidado - los tiempos en que no se contaba el tiempo –
hubo una bestia que devoraba a los humanos y destruía sus tímidas cosechas tras
períodos específicos.
Siempre se
repetía la llegada de esta gran bestia, que emergía de la parte más oscura del
mar y se arrastraba rápidamente por su superficie hasta las costas. Algunos
pobladores, con el tiempo, comenzaron a pisar sus talones, seguirlo
sigilosamente para idear una posible defensa. En verdad, no descubrieron protección
alguna, pero sí pudieron dibujarlo en pequeños trocitos de papel hecho a
mortero; pocos de esos dibujos llegaron a manos de viejos cronistas: Nian
-ellos nos cuentan- tenía cuernos afilados como una espada recién labrada, su
cabeza era inmensa y su cuerpo era alargado y escamado; la bestia era el fruto
de la unión del dragón de los cielos lejanos y el unicornio, el caballo
celestial que sólo pocos habían visto alguna vez. Los humanos, entonces,
comenzaron a contar el tiempo en base al ultraje de Nian: luego de sus
destrozos tendrían un año de tranquilidad – un año nuevo-
hasta el próximo arribo de la bestia.
Un anciano
desconocido llegó al pueblo, en la víspera de la llegada del monstruo. Los
aldeanos se arrinconaban en los lugares más protegidos de sus casas. El
forastero tocó todas sus puertas y habló sin parpadear: dijo que descendía de
lejanos lugares, una comarca dulce en la que los demonios ya no existían; dijo
que sabía cómo combatir a Nian. Los humanos le desearon buena suerte, pero con
el primer rugido de la bestia fueron a refugiarse bajo las cobijas.
Pero, aquellos
ruidos habituales de la noche tan temida –mordiscos y rumiadas, destrozos, el
sonido de la bestia arrastrándose por el suelo y el aire- fueron interrumpidos
por estruendos explosivos, acompañados por luces que entraban por las rendijas
de las tablas de madera de las casas. Pero, nadie comprendía bien lo que
sucedía. Los gemidos entrecortados de la bestia aumentaron la confusión de los
temerosos, que -sin embargo- no se animaron a espiar lo que sucedía por debajo
las estrellas. El miedo estaba encarnado en su piel, la tradición los había
vuelto seres de espanto.
Y, de pronto,
el silencio.