II
Cómo he llegado hasta aquí. Mi pecho
tengo abierto en dos. Aún respiro por entre las costillas.
¡Vándalos, bárbaros, cuerpo sin esfínteres! ¡Sus carnes profusas y hediondas, sus fluidos espantosos
alimentarán mañana a Júpiter y Plutón!
Toco con cuidado mi abdomen, no lo
reconozco, está destrozado. Ellos tienen la espada y la verdad, ahora. Ellos
tienen su verdad y han abierto mi pecho con ella. Vivirán empapados en su
verdad, como hubimos de durar en la nuestra cuando el mundo fue romano. Con el
estómago abierto en dos, lo veo ahora claramente: toda verdad es la mentira del
otro y nuestra verdad ha muerto ya.
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Oh, ¡aquellos tallos tiernos!, esas piernas suaves, aquel pubis
infinito. Mujer: intento olvidarte para que me
olvides. Me despido de los dioses que se han ido y de aquellos
que nunca han estado; me despido de todos ellos y de vos. De mi tierra, de mis
dioses y de vos.
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¿Quedará nuestro recuerdo? ¿Teñirá
nuestra existencia al día de mañana, así como mi sangre ha vuelto roja la
hierba? Alguien que vive en las lenguas, en los
pensamientos y los recuerdos ¿vive en verdad? ¿Y -si lo hace- es eso
suficiente? Un sol negro sobre mi cabeza: una
bandada de estorninos avanzan haciendo figuras en el aire, asemejándose a un
sol líquido que sobrevuela el espacio. Uno de los bárbaros se acerca. El
vándalo parece ser enorme al mirarlo postrado desde el suelo. El sol, que una
vez brilló sobre Roma, ahora es oscuro y mi pecho, que supo guardar el secreto
de la omnipotencia, ha reventado. La
vista comienza a nublarse, el cielo se confunde con la hierba, y la tierra, y
mi sangre.
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Aprieto los ojos. Los abro con esfuerzo
y veo el reflejo del sol sobre la hoja de una lanza o espada. El albor me
ilumina por vez última y entonces lo entiendo: nunca podrán liberarse de Roma.
Sonrío y muero, con el pecho abierto en dos, con la luz viviendo en mis ojos,
para siempre.