viernes, 9 de julio de 2010

Toronto



- Conozco a un buen tipo cuando lo veo-

- ¿Tengo cara de buen tipo?, eso no puede ser bueno – La miraba con mesura, inclinando un poco el mentón hacia atrás, dejando ver su cuello envuelto en una barba de tres o cuatro días, que se escapaba por encima de su bufanda, un trozo de tela que bastante poco abrigaba. Sonreía, porque no tenía ganas de mostrar las plumas de ganso ultrajado.

- Se te nota, que hace tiempo perdiste la sonrisa. Pero aún veo un surco, un rastro en tus mejillas. Así como los ríos que se secan y dejan en la tierra el calado por el que una vez hubo de fluir el líquido. -

- ¿Qué?-

- Que veo tu cauce, flaco. Que una vez fuiste feliz.- suspiró profundamente por su nariz, una respiración cortita, como un cuchillo clavándose en la costra de un budín de vainilla que se desgajaba en migas lejanas. Se tiró contra el respaldo del sofá de tres plazas en el que estaban sentados. Giró su cara hacia la izquierda, para perder la vista en la televisión. Ella se desgajaba en migas lejanas, como un budín de vainilla.

- Ah, sí, feliz… – murmuró. De qué carajo está hablando. Debe querer curtir, supongo que debe querer coger. Sexo, todo es tan simple. Todos queremos eso.

- Ey - le dijo. - Julieta - . Le tocó la cara, intentó hacerlo suavemente. Me está mirando fijo, está buena, que se yo, ya fue.

La besó. Estuvieron un buen rato.

La habitación del colchón un poco más amplio, se había desocupado. Se levantaron tomándose de la mano sin muchas ganas, había que hacerlo de esa manera. Julieta le hizo un guiño a su amiga, que limpiando un vaso de cerveza con la lengua, le asintió atragantándose con el último trago de cebada. – Que mal la pasás vos, juli- le dijo gritando desde la cocina, antes de que cerraran ellos la puerta del cuarto con llave. Dos vueltas de cerrojo: clik-clak.- Listo- pensó.

Se tiraron en el sommier. Hace un tiempo que no mordían la manzana, estaban con ganas de hacerlo. Y levantó su remera, entonces. Lo hizo muy rápido, la tela se atascó por entre sus tetas. Rieron. Dejaron de reír. Él miró por encima de su cintura, con los ojos fijos en el consuelo que habría por llegar, sin pedir permiso, sin tocar el corazón. Y enterraron entonces sus cuerpos boca abajo, siguiendo aquella tradición indígena, ese relato que postulaba la más fría verdad: que sólo sepultando de esa manera los cuerpos, las almas de los difuntos liquidados no habrían de perseguir luego de cometido el crimen, a los verdugos.

Y algo así, fue.