viernes, 23 de diciembre de 2011

Las muertes efímeras de aquellos que no cesan de vivir





 
 
No sentían, sus pies, cansancio alguno. El largo trayecto de caminata consumado por la procesión había sido agotador, pero su cuerpo estaba habituado a los esfuerzos agudos. Se separó del grupo de monjes que lo acompañaba y se subió a un automóvil junto a dos de sus hermanos. Su cuerpo parecía muy pequeño allí dentro, envuelto en aquel paquete metálico. El coche surcó las calles irregulares de Saigón tomando un camino que él no conocía. Thich -así se llamaba- miraba fijamente hacia el frente. Thich veía sin mirar. Bajó la mirada y observó sus palmas y muñecas: He hecho lo que he podido hacer -se dijo-, he hecho lo que he podido –se dijo, otra vez-. 


El sol se apoyaba sobre el edificio de la embajada y dificultaba la vista al avanzar sobre la acera. Al llegar al destino previsto, el coche se detuvo con dificultad -era un auto elegante, pero el uso constante lo había estropeado bastante-. Uno de los hermanos de Thich abrió la puerta con fuerza y fue el primero en bajar del coche, lo hizo con una pequeña almohada en sus manos; eligió un sitio adecuado para acomodarla sobre el cemento. El otro hermano, abrió entonces el baúl y de allí sacó un bidón colmado de nafta negra.

Thich fue el último en bajar del auto, lo hizo dejando la puerta abierta. Avanzó hacia la almohada, con pasos lentos y pausados. Sonrió a sus hermanos, que se alejaron unos pasos, en respuesta a su gesto. Thich se sentó entonces sobre la almohada, dibujando la posición del loto: las rodillas mirando hacia el suelo, el pecho erguido, la cabeza acariciando el cielo, las manos trazando su mudra. Sus hermanos vaciaron el bidón sobre el cuerpo y cabeza del monje sentado, hasta la última gota vaciaron aquel bidón.

Manteniendo la perfección del loto, Thich recitó con una voz gruesa -“Nam Mô A Di Đà Phật”-. Encendió un fósforo, arrastrando la cresta del palillo de madera por encima del cemento y se lo arrojó sobre su cuerpo;  Thich pensaba en sus hermanos, pensaba en todos aquellos que no estaban allí físicamente. -“Nam Mô A Di Đà Phật”- dijo de nuevo, mientras el fuego masticaba su ropa y su carne se ennegrecía en las fauces de las llamas. No volvió a mover un músculo. No volvió a pronunciar sonido alguno.

Muchas personas se habían agolpado a su alrededor. Algunos sollozaban, otros rezaban; los avezados clamaban al cielo con todos sus brazos, preguntándose qué dioses habrían de poder apagar aquellos fuegos. Hubo un eclipse de humanidad: todos los hombres y todas las mujeres murieron un poco, ese día.

Lo presente y lo atemporal se habían tocado. El sol dejó paso, entonces, a un rocío fugaz. Arribó la calma de la lluvia. Cuando todos los humanos callan. Cuando, de pronto, ya no hay más nada por decir.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Mondo Carne Mondo




-[Obertura]-

Ha pasado un tiempo. He pisado otras tierras del mondo carne, he bebido de otras aguas, otras sangres. Luego de este largo rato, me reencuentro con ustedes, los abrazo desde aquí.


 




V

           
           Volvía de Ituzaingó, sobre el tren de metal y vidrio molido. Era un domingo a la madrugada, estaba bastante colmado el vagón a pesar de la hora temprana. Enfrente de mí, una joven madre estaba sentada junto a su crío en brazos.  Se sobresaltó frente a un sonido agudo que provenía de su cuerpo. Con la mano derecha tomó su celular del bolsillo de su pantalón y -con dificultad, debido al niño que cargaba en sus brazos- levantó la tapa del artefacto. “Te amo mucho” brotó de la pantalla. La tipografía era grande, me permitía leerla desde una distancia considerable.

La mujer digitó, entonces, sobre el teclado un “tengo muchas ganas de verte”, que apareció luego por encima de la pantalla del aparato. Cerró la tapa con el dedo índice y cobijó entre sus manos al celular. Le dio un beso en la frente al niño que tenía sobre su regazo y le acomodó las ropas. No quiero que tomes frío, le dijo. El niño le respondió con una mueca inefable, de aquellas que sólo pueden esbozarse cuando no te has manchado aún con las palabras, cuando lo único que puede fraguarse es el sentir.

¡Oh, el mondo carne! Quizás, la imitación animal y el ansia de ser un ser (humano) haya provocado que la primer palabra del niño fuera Morón.  Tal vez, aquel niño haya aprendido a escribir con las manos, luego de años de mensajes de texto. Acaso, su madre ya no lo cobije entre sus brazos, quizás el niño ya no sea niño y ya no sonría más.

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H

Ha dejado ya de ser larva. Aún restan trocitos de hierbas tiernas en su paladar, los digiere con lentitud. Apelotonó filamentos de su seda más densa, y -con cuidado milimétrico-  embadurnó su cuerpo con ella. Está a resguardo del exterior, de aquel que lo confinó a esa jaula delicada.

La pupa siente crecer alongadas extremidades en su cuerpo. Sus oscuros pensamientos, sus miedos más profundos son interrumpidos por el brote de dos grandes membranas por sobre su espalda. Sus órganos son reabsorbidos lentamente mientras la pupa se pregunta sobre cómo será el desplazarse por el aire. Su joven cuerpo de oruga es rumiado por su carne en mutación. Le han contado del mundo del aire, del éter gaseoso, le han contado todo aquello que tanto la asusta y tanto la seduce.

Un capullo turgente, abre sus pequeñas esporas. Una brisa suave peina las partículas de ese rocío vegetal.  Su cuerpo ya es demasiado grande para aquella pequeña crisálida, ha llegado el momento de la eclosión. Instintivamente, extiende su lengua y excreta un líquido que licúa el capullo. Puede ver, ahora puede ver por la hendija que va formándose en la pared tejida. Puede dilatar sus alas por vez primera. Jamás volveré a arrastrarme por el suelo, se repite, entonces, para sus adentros, jamás volveré a arrastrarme.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Julieta y las masacres




  I -[su dios]

Las rodillas gastadas, le dolían. Julieta esperaba con ansias la venia del sacerdote, aquella que llegó finalmente aprobando el ardor de los devotos arrodillados, que se levantaron con esfuerzo de la complicada posición. Los santos arremangaban sus camisas de trabajo luego de la misa, y los hombres y las mujeres volvían a desearse las faldas, otra vez.


Pero, no todo allí terminó. Los más fieles -los piadosos con más ganas y los que habían cometido las peores atrocidades- desempolvaron sus ropas con pequeñas sacudidas y dieron unos pasos hacia el cuartito contiguo. Se desplomaron, entonces, en la sacristía, arrodillados por sobre sus rótulas, presionando el hueso y la poca carne que existe sobre las rodillas. Murmuraban, susurraban, mordiéndose el paladar,

Oh, Dios, he pecado
Oh, Dios, he vuelto a pecar
Oh, Dios, cómo me ha gustado
el volver a lastimar,

Julieta no los acompañó, se sentía limpia ese día. Tenía el cuerpo recién bañado y el espíritu vuelto algodón. Algo de barro seco restaba entre sus uñas recortadas con cuidado y la carne que se escondía por debajo de ellas. Lo sabía sin saberlo.



II  -[un hombre]

Uno se pasa la vida escribiendo letras, trazando líneas para que alguien las lea, alguna vez. Esas líneas que -tal vez- hablen de nosotros. Como un grito en una lengua extraña que nadie comprende y que alguna vez habrá de ser comprendido. Julieta, una vez -sólo una- quiso desmenuzar mi rugido.
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Me habló del sotavento. Cuando la fuerza de un viento impacta contra una superficie -el frente de una montaña, por ejemplo- deja la mayoría de aquella fuerza, su humedad y vitalidad en aquella superficie. El sotavento es la parte protegida –el lado de la montaña que no recibe el impacto de la ventisca- El sotavento es aquel resguardo y por eso todo allí se conserva, como un arbusto que es protegido del viento; pero, al amparo de esa seguridad, la humedad –la vitalidad, la fuerza- no llega y por ello el arbusto, por lo general, es flacucho y se alimenta a flojas bocanadas, a mendrugos de agua y sal.

Julieta me miraba desde ahí, me miraba. Y me hablaba del sotavento. Si el cielo se vuelve noche, ya no hay nada que no pueda suceder. Y esa noche, sucedió.

-Y cómo es la carne de los crustáceos, cuando uno muerde su piel- Es desgarrador, así fue su epígrafe. Quizás, cuando sea arrasado por un destello de luz, la entienda.



III - [la vida]

Julieta, te he robado tu vida,
la he puesto en un cajón
junto a las medias que no uso demasiado.

Yo te libero, Julieta, de los fantasmas de tu espanto.
Serás mi carne.
Yo, mujer.
Yo te voy a hacer morir.

martes, 2 de agosto de 2011

Todas las mujeres son Laura



I

Movió los labios. No pronunció sonido alguno.
Abrió con cuidado, el hueco de su boca.
Sollozó en silencio;
quebró la sequedad de sus labios con la humedad de su lengua.
Hablaba de Laura.
De ella y de todas las mujeres.
Aquellas todas a quien había amado.
Todas aquellas, que había perdido.





II

Dicen los ingenieros que la resiliencia es la magnitud de energía que soporta un material al deformarse elásticamente. En otras palabras, es la medición del límite, el cálculo de hasta qué punto puede tensionarse la materia para que ésta vuelva a su estado original luego de haberse ejercido la presión. Podríamos pensar, quizás, que es la medición de la memoria de las cosas.

La resiliencia -dicen los psicólogos- es la capacidad que poseen (o no poseen) las personas para sobreponerse al dolor y los traumas que la vida y los demás seres humanos provocan en su existencia. Es aquella destreza de secar las lágrimas y escupir la sangre, cambiarse de ropa y pisar el suelo de una casa por última vez. Es la memoria de los últimos pasos, el poder posarte sobre las pisadas de aquello que fuiste antes de ser lo que ahora sos. Aquel ensayo inconsolable de jugar al olvido.

Sartre decía que somos eso que hacemos con lo que otros han hecho de nosotros. Quizás, sea verdad. Quizás somos una suerte de sumatoria de equívocos, de memorias resilentes que acumulan bajo la almohada todo aquello que recordamos de nosotros mismos, más lo que otros recuerdan de nosotros.

Un manojo de retazos de aire, con el que tenemos que trazar sobre la arena alguna figura reconocible. Una silueta que pueda ser identificada.



III

Le enseñé todo lo que sabía.
Ella me dio lo poco que poseía - aquello que yo buscaba-.

Pero, recuerdo el sonido que hizo mi ilusión al partirse.
Y, ese ruido, hizo mi mundo al caer.

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martes, 5 de julio de 2011

Turquía terciopelo – [2ª parte]



IV

Él se desvistió con agilidad, sin mirarla siquiera

Ella dejó su pequeño bolso junto a la cama: -Jennifer, me llamo- le dijo.

Él le pidió que se aproximara, para apreciarla mejor y ella se acercó entonces, para ser examinada por el desconocido. Tomó entre sus manos el rostro de la morocha y lo acarició lentamente,

-tu piel es suave, como el terciopelo. Me gustan las mujeres que tienen buena piel; que tienen una piel como la tuya-

Ella no le respondió, creía que nada puede responderse mientras te están presionando los sesos con las manos. Luego de la venia del hombre, ella hizo lo que debía hacer. No duró demasiado, la carne; el perro estaba hambriento. Jennifer cerró los ojos -buscaba imaginarse el no estar allí- presionando sus párpados, entornando las mejillas. Cerró sus ojos durante un buen rato, cuando las posiciones permitían que el hombre no se diera cuenta de ello. 

Fue un trámite que perduró menos de lo que ella esperaba. Sonrió, entonces, cuando terminó su trabajo. Sin embargo, él confundió esa sonrisa con otra y le dijo, entonces, sin soltar el cuerpo transpirado de la mujer: -“sos hermosa, a pesar de tu tristeza...”-.

Se desplomó, entonces, sobre el catre avejentado y apoyó su cabeza sobre la almohada. Acomodó su nuca con cuidado, en el centro de aquella. Siguió hablando sin pausa. Cada dos o tres frases, se erguía de un impulso para reordenar la espuma de la almohada y volvía a apoyar la cabeza, luego de cada trabajo. Pero nadie lo escuchaba, en verdad. Jennifer estaba ensimismada en el eco de lo que él había pronunciado, que retumbaba en sus oídos. No podía soportar ese redoblante de palabras, ese repiqueteo insoportable. No le importó en qué se desparramaban los argumentos del muchacho, se acercó a él y lentamente le sacó la almohada que estaba por debajo de su cabeza -él sonrió, siguiendo el juego propuesto-. Ella tomó el cojín entre sus manos y se aclaró la voz, entonces, mediante una tos seca,

-Te voy a contar algo- le dijo, cruzándose de piernas por sobre la almohada, tomando su bolsito, que había dejado en el piso antes de volcarse en el lecho - viste esa flaca, la blanquita, la que te abrió la puerta. Suave como la seda era, cuando entró acá-...

[Jennifer tomó unos alfileres, que guardaba en su pequeño bolso]

 - Es mi hermanita melliza, la menor por unos minutos. Ella laburaba antes en una fiambrería, lejos de este infierno. Pasaron unos años sin vernos, la extrañaba mucho, éramos muy unidas de chicas...

[Dispuso por encima del colchón, en línea ordenada, unos cuantos alfileres, incontables agujas listas para ser introducidas]

... la fui a visitar allí, hace un tiempo. Me pidió un pucho, aquella vez; hablamos,...-

[Comenzó a clavarlos en la almohada enmohecida, uno junto al otro. Podía escucharse el grito ahogado del cojín luego de cada incisión]

- ...le conté de acá, de la guita fácil. Debutó en este mismo catre. Ahora es eso que viste, un cuadril apretujado en un vestido corto que le marca las tetas. ¿Hermosa soy, decís?, ¿De qué belleza me hablás?, aquí dentro no existe tal cosa-.

Jennifer se detuvo y observó su montoncito de alfileres, sobre la almohada. Estrujando las manos contra sus rodillas, dibujó con sus labios una mueca que podía asemejarse -quizás-  a una sonrisa. Levantó su vestido de la alfombra y lo dejó deslizar a través de su cuerpo; la pieza de tela descendía de una manera conmovedora, oscilando lentamente, bailando, resbalándose desde la cabeza hasta sus rodillas. Tomó su bolso y se fue de la habitación, sin volver a mirarlo.

martes, 17 de mayo de 2011

Turquía terciopelo – [1ª parte]



Los pies, lejanos; la carne fría. Desnudo, postrado en la única silla que había en la pequeña habitación. Sentía el terciopelo, lamiendo su piel. A pesar del uso frecuente y la injuria del tiempo, que habían manchado las rojas fibras del paño, algo de calidez aún restaba en la fina tela del asiento. Descansar, finalmente, dentro de una vulva de terciopelo; eso hubiera sido lo ideal. Pero no existe tal cosa, los absolutos se cuartean, se hienden las promesas y el terciopelo escasea en este rincón de la tierra. La silla mustia, con su terciopelo marchito, era lo más cercano al abrazo que necesitaba. Se conformó, entonces, una vez más, silbando una profunda bocanada. Con los ojos cerrados, con la boca seca.




I

Desde el espejo, su rostro insuflaba una vida cristalina de buen comportamiento, rebosante de buenos modales. Sonrió para mirarse los dientes, los cepilló con abundante dentífrico. Escupió el brebaje de saliva y pasta sobre la blanca pileta del lavabo. Inclinado sobre ella, con las manos trémulas aferradas a los grifos, observó durante unos prolongados -larguísimos- segundos a la espuma verduzca de su esputo, las burbujas de su baba, los restos de la pasta masticada. Se asqueó, necesitaba mancharse. Abrió la ventana y se apoyó sobre su marco: -no me siento bien hoy, prefiero quedarme y descansar- balbuceó por lo bajo a su nuevo celular. Se acercó a la cama y despertó a su mujer con un beso delicado.


II

Desayunaron. Coordinaron los planes para esa noche -compras en el supermercado, invitados a las nueve en punto, globos de colores en el patio-. El marido se comprometió a pasar por el Carrefour luego del trabajo y comprar él mismo lo que hubiera de faltar. Conversaron sobre la política exterior norteamericana, las elecciones internas del radicalismo y la nueva cirugía de la vecina del chalet de la esquina. -Se hizo las tetas, me dijo la mucama; la vio el otro día, cuando limpiaba la vereda-. Él sonrió, sin decir una palabra. 
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Mientras su mujer encendía su laptop portátil, él se puso su nuevo traje. Salpicó su cuerpo con más perfume que de costumbre, casi una ducha de hálito perfumado. Se despidió de la mucama con un “hasta luego, maría” que pronunció desde el jardín. Besó a su mujer, que allí lo esperaba, como siempre, para saludarlo antes de la partida. -No te olvides de comprar los globos, mi amor-, ella le dijo; -no lo haré- le respondió. Cerró la puerta del auto con un golpe seco. Se calzó los anteojos negros que guardaba en la guantera.