martes, 15 de marzo de 2011

Colchones con agujas y relojes de algodón



15´

Caminando, aquella vez, me topé con una tela de araña enhebrada con rígida tensión. Sus filamentos se extendían desde unos vértices lejanos, poco podía divisar donde comenzaban aquellos y cuál era su punto finito. Torpe, con la nariz toqué uno de los finitos hilos, provocando una pequeña oscilación en el lienzo. De su minúscula gruta, entonces, ella brotó. Me miró, frotó sus uñas y, en señal de guerra, hubo de sacar lentamente -volviendo a meterla constante, en un movimiento eterno- algo que se asemejaba a una lengua. Luego del rito previo, levantó la sonrisa y desanudó su broche de pelo. Soltó el primer botón de la túnica que la cubría. Me acerqué y la besé, sin pensarlo un momento.


30`

Un colchón. Uno de tamaño considerable. Ahuecado en algunos lugares particulares, pero no demasiado (pienso: los que antes se diseminaron en él, no debían pesar más de cincuenta kilogramos, cincuenta y cinco como máximo; no han dejado gran rastro aquí). Es un colchón amplio, eso si, bien amplio. Dos cuerpos pueden cómodamente entrar allí, abrir los brazos y estirar las extremidades a gusto. Sin embargo, es muy delgado -de alrededor de ocho o nueve centímetros-. Los movimientos ascendentes y descendentes serán frecuentes y espaciados en un lapso muy pequeño, lo que hará que la espalda tendida sobre el colchón sienta -al menos ligeramente- los listones alargados de madera que forman el sostén de la cama y se recuestan por debajo. En otras posiciones corporales, no obstante, habrá de sentirse menos la plataforma de tablones (nota: las rodillas pueden entroncar facilmente en las vetas del algodón y tela, aprovechando los canales formados por las vigas). Seguramente -por su breve superficie- el colchón se embeberá pronto del sudor y los fluídos vertidos. El piso será lo indicado para finalizar lo comenzado.


60`

Ella era mia en la siesta. Acurrucada como un montoncito de ropa recién perfumada. Dormía a mi lado, estrictamente desde las tres hasta las cuatro. -Una hora de reloj, flaquito- me dijo la primera vez- sólo una hora de reloj necesito para ser feliz-. Cuando el despertador sonaba, lo asfixiaba a la tercer campanada -el tres es el número de los dioses -decía- y yo lo respeto antes de rasgar los ojos, siempre antes de abrirlos-. Curtíamos despuès de su siesta precisa y luego -desnuda, de los pies hasta la punta del rodete anudado por encima de su cabeza- desperdigaba la ropa vacante en la cama y la doblaba en cuadraditos de diferentes tamaños. Me mostraba sus vestidos de diversos colores y me permitía elegir -dentro de las opciones que ella había seleccionado previamente- el vestuario que habría de exhibir luego, en su trabajo. Nos despedíamos, entonces, en la parada del bondi sobre la esquina de su casa -siempre allí-. Y entonces yo, a la campanada número tres -el dígito de las deidades- me recostaba en el perfume que aún restaba en el cuello de mi camisa y dormía una hora. A veces un poco más.