
La danza última - http://www.youtube.com/watch?v=aowSGxim_O8
“Nunca es fácil despedirse, aún cuando el azar te ha convertido en un experto en esos asuntos. Aprieto los dientes, cierro los labios con fuerza, intentando recordar lo que sucedió, pero no logro que surja nada trascendente, no llego a consumar ese algo que me haga comprender el motivo de este adiós, algo que explique esta despedida vía web. Creo que…”
Zac! Esos aromas perros que atacan como agujas. Un olor picante lo alejó de su cometida. Un morrón friéndose en aceite, el almuerzo de un vecino, lo desconcentró. Estaba faenando una relación y eso no puede llevarse a cabo con el hocico saturado de fritura. Cerró la persiana con irritación, de un tirón profundo, hasta que las rendijas entre las tablitas de madera se hicieron bien finitas, delgadas, líneas que no tardaban en extinguirse. Prendió un sahumerio violeta, veteado de negro, que había comprado en Quilmes la última vez, la vez última con ella. Esperó que la habitación se empapara del humo aromatizado con los ojos cerrados. Y recordó, finalmente recordó. Entonces, se volcó a escribir nuevamente.
- “…despedida vía web. Creo que…” – Borró las últimas dos palabritas, ya había dejado de creer en eso.
Escribió, entonces: - Sé que guardás entre tu pelo negro el porqué de este rito del adiós y también que ese pedacito desordenado es sólo tuyo, inconmensurable para mi, desde tan lejos. Al final del camino, todos somos reemplazables, sobre todo los muñequitos nuevos…”
Dejó de escribir, pero no ya por los aromas peregrinos. Le molestaba eso que había puesto, esa última frase apócrifa. Había salido de sus dedos, pero eso no era él. Se estaba convirtiendo en algo extraño, en un extraño. Se miró al espejo y observó que en el fondo de sus ojos, el iris estaba cerrándose, como la persiana de la habitación, dejando sólo algunas líneas chupadas, anémicas.
- “…lejos. Al final del camino, todos somos reemplazables, sobre todo los muñequitos nuevos…” - Borró la última frase. Borró el último párrafo. Se levantó y subió la persiana, la luz entró como una manada de rinocerontes en la habitación viciada. Escupió por la ventana, lo más lejos que pudo, y apagó la máquina sin guardar los cambios.