
Asimiló con el tiempo, es que todo con el tiempo se aprende, una verdad sintética, condensada en lágrimas secas, como un rocío de leche en polvo: el sentir, de vez en cuando, se asemeja a un peso nefasto en las vértebras. Pero a ella, no le importaba; a Eco no le importaba.
Esa vez, la vez que se cruzó finalmente con Narciso, llevaba puesto un vestido de una pieza, el más hermoso que jamás hubo de calzarle igual a alguien, alguna vez. Bríos de nena linda tenía, de puedelotodo, una nariz perfecta. Su cabello bien negro y desmechado. Hilo y aguja en mano, preparada para reparar el trapo de su alma apachurrada, remendarla con pedacitos de algodón, de edredón. Lo que hubiera cerca. Lo que a mano haya.
--- Hubo una vez un jovato, Zeus era su nombre, y hubo una ninfa. También hubo un amor. Eco fue una semilla embalada que brotó apresurada, que jugó a ser tallo aún dentro del capullo sólido de fibra. Hubo también una mujer y una maldición. Después del castigo que todos conocemos, ese que condenó a Eco a no poder decir más que las últimas palabras del otro, ella se barnizó con olvido el pecho, de betún color mate. Pero, más habría de lastimarla el olvido del dios que la condena. ---
Se levantó un poco el vestido, mansamente, con la punta de los dedos. Ató el extremo de la falda a un filamento de tela que colgaba de su espalda, eran de esas prendas que gustan de atarse por detrás, que se acomodan bien a los cuerpos díscolos.
Narciso era un impulso hormonal, carne de estrógeno, un pibe más, otro más. Ella era lo inefable, lo indecible. Él era el argumento de una obra que ya habían murmurado. Lo que ella tenía que decirle es que no había nada que mencionar. Que eran eso y tan solo eso: un espacio pequeño, un recorte de diario, un octavo capítulo, un instante por congelar. - “Ahora sos un hijo de puta contento, nene”- le dijo en la jeta cuajada.
Narciso sonrió con los dientes desplegados en fila y escupió un sonido chillón, una risa ahogada atascada en un estornudo que no podía arrancarse de la boca. Tenía sed, esa sed bestial que sólo el sexo despierta. Se volcó, entonces, sobre sus rodillas hacia el lago profundo, mirando el charco grande. Vió su imagen ridícula en el espejo de agua, esos dientes de publicidad de Colgate mostrando pecho, blancos, brillantes:
- Este dentífrico realmente funciona - pensó.