
Siempre habrá historias que no ameritan el mínimo atisbo de evocación, aquellas tan miserables, que no recordamos siquiera el porque hubimos de olvidarlas. Hay lienzos que, por la mitad, se dejan.
Había jugado mejor, otras veces, a la sofocación. La mañana estaba fresca. - Por qué será que las mañanas de los domingos siempre son frescas– ,se preguntaba en silencio. Con el 132 en el iris, sentado en el cordón de la vereda, masticando un chicle que se asemejaba, con cada nueva rumiada, a una pequeña piedrita. Envolvió la golosina en un papel y al tacho la arrojó.
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"My girl awaits for me in tender time"
Escaló los amplios escalones del carruaje, se arrastró por el piso de goma acanalada, siguiendo los filetes que se extienden hasta el fondo del pasillo, caminó a pasos vastos a través del pasadizo metálico, hasta el encuentro del suelo con la ventana trasera que corona al bondi y, como manantial de acero, fluye furibunda sobre el quinteto de butacas al fondo del vehículo.
El pendejo se desplomó sobre el asiento. Recordó la afrenta cometida, aún fresca, tibia, como el flujo y el sudor que había bebido hace un rato y que, ahora, arcadas le daba. La flaca ya era otra pintita en el lupanar de su existencia. Le bajó el volumen a la murga de su espanto y se aflojó el cinturón. Se arrancó la remera negra de vieja estampa y bajó sus lienzos. La piel se escurría por el asiento, goteando a chorritos de epitelio, migajas de betún, alquitrán humano, que caían enfilados por entre el óxido de la silla, haciéndose uno, volviéndose engrudo en el suelo berreta. Cerró los ojos, aún los tenía en su lugar, inspiró y sacó el aire por última vez: - “Cuando no importe, ya, eso que importaba. Cuando ya no importe” -.
Escaló los amplios escalones del carruaje, se arrastró por el piso de goma acanalada, siguiendo los filetes que se extienden hasta el fondo del pasillo, caminó a pasos vastos a través del pasadizo metálico, hasta el encuentro del suelo con la ventana trasera que corona al bondi y, como manantial de acero, fluye furibunda sobre el quinteto de butacas al fondo del vehículo.
El pendejo se desplomó sobre el asiento. Recordó la afrenta cometida, aún fresca, tibia, como el flujo y el sudor que había bebido hace un rato y que, ahora, arcadas le daba. La flaca ya era otra pintita en el lupanar de su existencia. Le bajó el volumen a la murga de su espanto y se aflojó el cinturón. Se arrancó la remera negra de vieja estampa y bajó sus lienzos. La piel se escurría por el asiento, goteando a chorritos de epitelio, migajas de betún, alquitrán humano, que caían enfilados por entre el óxido de la silla, haciéndose uno, volviéndose engrudo en el suelo berreta. Cerró los ojos, aún los tenía en su lugar, inspiró y sacó el aire por última vez: - “Cuando no importe, ya, eso que importaba. Cuando ya no importe” -.