
Las mejores historias, suelen ser las que han de contarse hasta un cuarto antes de palmar. Habrá de ser debido a esa turrita agonía del no – final, aquel amargo instante en que ese enorme remolino orgiástico de lindas ganas se muda de pilchas, tira la percha al suelo y muta hacia un priapismo erguido, carente de toda ansia y hambre cárnica. Acá va una cortita, entonces.
-“La única desilusión, sería el no volver a verte”- , fue lo último que mordí esa vez, que terminó siendo la última de las veces. Y es que hube de aprender a callarme, sin apretar los labios, cuando ella cerró su persiana por debajo del mentón. Serruchando lo sobrante, aserrando, entonces, la rebarba en demasía que insuflaba, tan denso, el pecho. Pulverizando, convirtiendo en aserrín, los sueños de madera balsa de un iluso, cual papel picado, confeti de estreno para esparcir con los brazos y codos bien abiertos. Hinchase así la inercia de los besos, rebozando en el asco de un fluido universal que agusanaba el océano viril.
“La veo alejándose de mi”
Nunca tan hermosa, pendeja. Jamás. Por entre la luz que se colaba entre las tablillitas de la celosía, te ví, bailoteabas en puntas de pie. Cada uno baila con su destino y vos lo hacías tan bien, empapada de tu dulce desenfreno. Recordé que en esa ocasión la jugué de pívot, manoteé tu piel de rebote y fue un suave doble de sexo, sudor y poco más. Tu amorcito fue tan kitsch, pibita y, lo admito, tanto me habría de gustar.