Cuando era un pibito que leía poco más que la página de los chistes de los diarios, los camiones de basura, esas moles con dispositivos compactadores de desperdicios en su parte
posterior, sólo pasaban de noche, cerca de las 22:15, por la puerta de casa. Recuerdo que en el momento que lo escuchaba llegar, me tapaba los oídos porque su sonido era agudo y filoso, como una aguja oxidada que se retorcía en mi timpano.
Como tantas cosas que uno va normatizando, transformándolo en parte de la rutina y que de tanto ser visto se deja de ver, los camioncitos comenzaron a copar todo horario posible. Hoy están por todos lados, acumulando en su interior basura que generamos felizmente, sin ningún tipo de cautela. Mugre que seguramente irá a parar a una montaña de desperdicios en alguna localidad con poca industria y muchas cuentas por pagar... envases, botellas, tetrabriks, forros y un sinfin de cosas que han perdido su deber ser, encontrarán su nuevo ser en esa montañita de restos.
Y este baile es así: deseá, consumí, tirá. Agarrame de la mano, decime que me amas, mirame la fecha de vencimiento, cambiame por un modelo nuevo, por un ken rubio o una barbie con las lolas mas grandes. Billetera mata galán, no seas gil. Cuantas más minitas te movés, mas capo sos; no seas bolu. Fast food, fast sex, fast todo campeón. No te bajes del tren del progreso, no man, no te bajés.
No hay con qué darle, esta es la sociedad de los camiones de basura. Ellos compactan lo que no queremos ver y esconden la escoria debajo de la alfombra, bien lejos del corazón. Entierran amores, fotos viejas y todos los plásticos que usaste con esa princesa que dejó de mirarte a los ojos. Todo muere. Todo entierra.