sábado, 13 de noviembre de 2010


  http://www.youtube.com/watch?v=-g41w-Xvb1Y   
           

              
              I

     - Señoras y señores, ustedes van a morir -

Saqué los ojos del libro que entre mis manos había posado con cuidado, procurando que ella viera el título en la portada. Miré con extrañeza al viejo que hace un pucho había subido con dificultad los peldaños del colectivo.

-          Sí, así va a ser- enfatizó el viejo, frente a la mirada de los pasajeros, que no parecían creerle demasiado.

-          Bajate, viejo- masticó el chofer, pisando el freno con ganas, al unísono. El bondi se detuvo.

Ella tocó mi mano. – Tiene razón – agregó, en mi oído. Rió por lo bajo, una carcajadita tímida y desinflada, casi sin aire. Se deshilachaba al contacto con el oxígeno.



                                   II

Una vez, escribí mi destino con una birome. Lo hice de una manera acabada, intenté hacerlo lo más atractivo posible, “esto va a estar un buen rato ahí delante, más vale que esté bueno” pensé.
Recorte el papel de una forma innovadora, no quería un destino cuadrado o rectangular, previsible, comuncito. Lo enmarqué, entonces. Le puse una superficie vidriada por encima, busqué protegerlo del polvo y esas cosas. Lo colgué en mi habitación.

El sol fue lamiendo la tinta, lentamente. No sé si lo saben –yo no lo sabía aquella vez- que la tintura de la birome va muriendo con el tiempo a una cruel velocidad. Ya no escribo mi destino con birome.

 Ya no escribo, mi destino.


                                  III

Luciana es una chica de mi barrio. Cuando era una nena, me contó una vez, fue al parque con su vieja recién divorciada- sus padres hubieron de estrenar el divorcio con la misma sonrisa que ella su vestido verde, me dijo aquella vez-.

Para ese entonces, su madre tenía la cabeza, las tripas, el corazón, quien sabe dónde. La mamá miraba a su hija con los ojos vacíos, mientras Luciana caminaba solitaria junto al lago. Por ahí iba a los saltos cuando se  topó con un montoncito de algo, sobre el empedrado del camino.

Se agachó sobre sus rodillas y tocó el montoncito con un dedo, intentando revolver un poco ese misterio. Hizo a un lado, con el índice, un pedazo de ese algo, ennegrecido y húmedo. La cabeza del pequeño patito se corrió hacia la izquierda, haciendo un sonido espantoso cuando tocó el suelo, como cuando entre los dedos se aprieta un trozo de papel mojado. Luciana lloró. Lloró mucho durante un largo tiempo, me dijo esa vez.

Dicen que cuando Luciana ama abre su pecho en dos, para que uno acaricie con los dedos esa grieta en su piel, la herida que aún no cierra, la cabeza del patito que asoma desde la aurícula. Cuando ama, dicen, lame las lágrimas que aún nos restan en el rostro. Sólo así puede recordar cómo era eso de llorar.