¡Vaya panorama de lo obsceno!
La princesa amaba al lobo. Lo
sabía, lo supo y actuó.
Luego de una noche de amor y
cortesía, el príncipe lamió a la ninfa en el pubis, detrás de una de las tantas
cortinas del castillo junto al burgo. La empujó por debajo del trono, le
gustaban los lugares públicos, al señor.
Ella sabía que el trono es una
silla envuelta en terciopelo, una vez hubieron de decírselo, con sangre en la
boca. La princesa amaba al lobo. Lo sabía, lo supo y actuó: tomó el cuchillo -el
que más filoso le pareció- al abrir el cajón de los cubiertos de la cocina con
anterioridad. Descabezó al cortés con sumo cuidado. Cortó primero las venas y
arterias indicadas, refinado saber que hubo de aprender en uno de los libros de
anatomía de avanzada de aquella época de luces, a los que tenía acceso. Le era
fácil ese hacer del bisturí.
Colgó la calavera entre los
pliegues de la cortina de tul. Gritó al monte. El lobo escuchó el aullido y
respondió. Devoró la carne del príncipe. La vomitó luego en el río cercano,
mientras ella le metía los dedos en la garganta. Lo abrazó luego de vomitar los
últimos restos. Le dio un beso de lengua muy violento, como recompensa.
Y, ella usaba su cuerpo como
percusión. Su sala de conciertos, era su pecho. Y sus manos.
Eliana cambiaba su rostro al
gritar desnuda. Su pelo cambiaba de color. Sus rasgos se volvían diferentes. Se
convertía en Elizabeth, la reina del serrucho.
Su piel a veces era seda o
martillo.
Su piel era seda, a veces.
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