I
En la antigua China -en tiempos en que occidente era un caldero a medio hervir-
el emperador oriental guardaba un secreto. Lo tenía escrito en un papel de
arroz, que guardaba en su caja de objetos divinos, doblado cuidadosamente en
pequeños cuadrados que iban superponiéndose hasta formar sólo uno del tamaño de
una palma, un cuadrado de unos cuantos centímetros de altura.
Su contenido era un misterio, aún
para los cortesanos más cercanos. Uno de aquellos nobles regordetes de buena
vida era, además de rico, bastante ambicioso. Se decía a sí mismo todas las
noches,
¡La moral del reino no existe ya,
se necesita de un reformador,
y ese gran hombre, yo habré de ser!
Aquel noble, de nombre hoy
impronunciable, quería ser emperador. Quería dominar los cuerpos y espíritus
del mundo, quería bañarlos en su jugo de bondad. Presentía que en aquel papel
misterioso, encontraría un camino a su objetivo.
Luego de un banquete en el
palacio imperial, cuando todos los invitados se retiraban, se escondió por
entre las vetas de los muros. Esperó pacientemente su instante, como en un
trance. En aquellos bailes cósmicos, el momento de salir a escena es el
relámpago cuando en la carne se asienta la decisión.
Se acercó entonces a la recámara del emperador y abrió la pequeña cajita, que identificó sin problemas. Abrió con cuidado, los trocitos del papel de arroz. En voz alta, leyó,
.
“Tú, que has sido investido con las ropas del hijo del emperador celeste,
“Tú, que has sido investido con las ropas del hijo del emperador celeste,
de manera temporal y efímera.
Esto, emperador de la China, debes saber:
sólo el que controla la campana y el tambor del templo,
¡sólo tú!, puedes controlar al tiempo.
Y, ese es tu gran poder…
.
El noble sentía la sangre hervir.
Había comprendido cómo dominar a los hombres y al tiempo. Siguió leyendo
entonces,
.
.
.