sábado, 22 de enero de 2011

Jerusalén




I

Un poeta palestino dijo algo, una vez.  

Entre las bombas y el odio de la ciudad bendecida y maldita, encerrado en su cuarto, apoyado sobre el marco de la ventana, un poeta palestino pronunció algo en un idioma que no conocemos.

-          ¿Adónde irán los pájaros después del último cielo? – dijo.  Lo escribió en un trozo de papel.




II

Belén. Tu jugo es el único bautismo que he podido recordar.

La oscuridad – nuestro amague, el de bajar las luces hasta consumirlas- fue un accidente imprevisible. Tu néctar, en tu cáliz saboreado, derramado en mi cauce –gota a gota, desplomándose por mi cuello, mi pecho y cintura – aún resta en el paladar, entre la raíz del diente y la encía húmeda.

La evocación del resabio choca con el esperpento. Un hombre de paja, has puesto ahí delante, buscando espantar con brazos de alfalfa a tus cuervos y miserias, intentando patear a lo remoto las frutas podridas que pican tus heridas, que abren la carne, que la hacen sangrar. Patinás la nariz del mamarracho, la lustrás con delicadeza. Es tu nuevo andrajo.

Felicidades.


III

En el gran islote de tierra que hoy conocemos como Estados Unidos, desde su centro hacia el sudeste, vivió –antes de la masacre de las culturas nativo americanas- el pueblo Hopi.  Una vez leí, no recuerdo donde ni cuando, sobre su particular percepción del tiempo.

Para los Hopi no existe el presente, porque -en su conciencia- el pasado y el futuro no tienen asidero. Lo que nosotros consideramos como “pasado” –siguiendo el pensamiento Hopi- sucede en un lugar tan lejano que no puede percibirse. Lo que una vez sucedió, aquello que hubo de pasar, tan distante se sitúa que no podemos apreciarlo. No hay ayer, no hay mañana. Hoy, no hay.

En ese puro constante, allá a lo lejos, los Hopi fueron domesticados. Hoy usan relojes.

miércoles, 5 de enero de 2011

Imperio romano de Occidente




 
I


En otro tiempo, dicen, fue diferente. Los otros tiempos siempre fueron diferentes, pienso.

La batalla era nuestro hogar, en ella nos cobijábamos, como en una madre tierna y cálida. La tierra de los conquistados con nuestras manos rebosantes de gloria, arrancábamos. Atravesando a cuchillo de gladiador las carnes que se opusieran al designio inevitable, avanzábamos hasta donde el sol se mastica a la luna, allí donde Júpiter observa sereno, con su mirada imbatible, a las ninfas más hermosas, que bailan por entre el viento y la arena. 



A ellos, nuestros dioses y diosas, levantábamos los más hermosos y aterradores tributos, banquetes y sacrificios, el comer hasta el colmado o coger hasta que duela, sangrar hasta que lo que brotara no fuera más que una transparente savia, un néctar sin vida. La providencia se bañaba junto a nosotros, en las mismas aguas.

Son mórbidos estos pertrechos que tengo en el pecho, puedo casi tocarme el esternón. Nuestras corazas son gangas y blandas y nuestras espadas largas y pesadas, nuestros hombros están cansados. Veo algo detrás del cielo.

Y aún a ella la llevo a mis espaldas. Me despedí sin saberlo, sin decirle aquello que prometí no decirle. Lo que una vez fue fuerte, se desgaja en trocitos, filamentos endebles. Mi reino habrá de caer en manos de los bárbaros, el futuro les pertenece; pero es que -en realidad- no me importa tanto el imperio como sus ojos, esos que no volveré a ver. Y ahora, son ellos por entre la alborada; ahí vienen, los sátrapas, a saquear nuestro cuerpo débil, que a pedazos está por caer.

Normal, natural, previsible es, que suceda. Nada dura para siempre.  Y está bien que así sea. Veo la cara de la muerte, ahí delante. Es espantosa, como supe que sería, como ella me dijo que habría de ser. Me despido de esos ojos que ya no me verán y levanto mi espada, junto a Apolo. 

Allí voy, entonces.