I
Un poeta palestino dijo algo, una vez.
Entre las bombas y el odio de la ciudad bendecida y maldita, encerrado en su cuarto, apoyado sobre el marco de la ventana, un poeta palestino pronunció algo en un idioma que no conocemos.
- ¿Adónde irán los pájaros después del último cielo? – dijo. Lo escribió en un trozo de papel.
II
Belén. Tu jugo es el único bautismo que he podido recordar.
La oscuridad – nuestro amague, el de bajar las luces hasta consumirlas- fue un accidente imprevisible. Tu néctar, en tu cáliz saboreado, derramado en mi cauce –gota a gota, desplomándose por mi cuello, mi pecho y cintura – aún resta en el paladar, entre la raíz del diente y la encía húmeda.
La evocación del resabio choca con el esperpento. Un hombre de paja, has puesto ahí delante, buscando espantar con brazos de alfalfa a tus cuervos y miserias, intentando patear a lo remoto las frutas podridas que pican tus heridas, que abren la carne, que la hacen sangrar. Patinás la nariz del mamarracho, la lustrás con delicadeza. Es tu nuevo andrajo.
Felicidades.
III
En el gran islote de tierra que hoy conocemos como Estados Unidos, desde su centro hacia el sudeste, vivió –antes de la masacre de las culturas nativo americanas- el pueblo Hopi. Una vez leí, no recuerdo donde ni cuando, sobre su particular percepción del tiempo.
Para los Hopi no existe el presente, porque -en su conciencia- el pasado y el futuro no tienen asidero. Lo que nosotros consideramos como “pasado” –siguiendo el pensamiento Hopi- sucede en un lugar tan lejano que no puede percibirse. Lo que una vez sucedió, aquello que hubo de pasar, tan distante se sitúa que no podemos apreciarlo. No hay ayer, no hay mañana. Hoy, no hay.
En ese puro constante, allá a lo lejos, los Hopi fueron domesticados. Hoy usan relojes.